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Irmina

A una ni medio amiga

Yo sólo quería irme, desaparecer.
Me quedé contigo.
Te hablaba.
Te escuchaba.
A veces, el santo Job descansa sobre mi sombra.
Mientras, Saturno rotaba su cuerpo anillado
en un tiempo maleable e intentaba completar
su larga órbita de tantos y tantos años.
Giraba la Tierra.
Incluso cabeza abajo con respecto a otros habitantes
del planeta, yo me mantenía en digna posición
y con la respetable apariencia de un espíritu:
sagrado cendal sobre los hombros,
aljófares cayendo del helado cuello
y la palidez del lirio albergado en las mejillas.
Colgada en la penumbra aún soleada del véspero,
la Luna casi me descubría su cara más oculta.
Todo era posible entonces:
crepúsculo sin condiciones.
Era el momento de Mercurio.
Al obscurecer, el reloj ya conocía mis pensamientos
y mi deseo de marcharme de tu lado.
Y en esa difícil circunstancia
que no rompió mi plática forzosa,
en la que no percibiste mi desgana,
esperaba el momento de perderte de vista.
No estrellé mi corazón contra pared alguna.
Los muros que sujetaban la techumbre de verdura
se iban desmoronando tan lentamente
que nunca terminaron de caer del todo.
Giraba Marte cubierto de óxido de hierro,
un óxido metálico de rojo resplandor.
Iban pasando los minutos,
que parecían ser horas o meses o decenios.
Yo me desperezaba para mis adentros.
Y cabeceaba sin moverme,
sin aparentar más que un sentimiento de agrado,
simulando un querer estar allí donde no estaba.
¡El compromiso y el aparente temple son aliados
de quien no ha podido elegir su destino!
Júpiter orbitaba su gigantesca masa
con el suave brillo de un broche de argento.
Tú hablabas, hablabas y sudabas.
Hablabas…
Yo sujetaba con una inhalación de aire y rebeldía
las palabras que no debían escapar de mis labios
y soportaba mis falsas frases como si fueran
las de cualquier perturbado pensador.
Tus palabras las sostenía a duras penas
con los guantes de seda negra de mi madre.
Probabilidad de una lluvia infinita.
Cayó una fría gota sobre mis cavilaciones.
Desnudé mis manos y sequé mi frente herida.
Giraba Plutón tan helado como mi alegría:
había perdido su antigua condición de planeta,
un estatus que yo pretendía otorgarle
con esa debilidad que me ha llevado a la perdición
y que me convierte en el ser más complaciente y burlado.
Y mientras el planeta no planeta rotaba,
yo rezaba para que te fueras,
para que no me hicieras perder más tiempo,
para que tu café diera para un único suspiro.
Pero ni la noche ni los dioses respetaron mis deseos.
En mis ensoñaciones,
el alcaraván batía sus alas de tierra seca,
el cuervo negreaba su azul de argento
y el tigre se hundía en la candente nieve de mi alma.
La presión atmosférica del planeta Venus
no hubiera aumentado la presión de mis arterias
tanto como aquella orfandad de mí misma.
La rabia contenida —el temple del que te hablaba—
me ataba fuertemente al sillón de mimbre.
¿Por qué me sentaba tan al borde del asiento
si estuve a punto de caerme cientos de veces
y hundirme para siempre en el planeta Tierra?
Hay quien lo sabe y no lo entiende.
A pesar de mi tortura,
jamás hubiera hincado mi espada entre tus pechos.
Sólo pretendía blandirla a un viento
henchido de jazmines y de rosas y de penas,
que mi mano la hiciera vibrar o tremolar
para que al cincho volviera nuevamente.
Pero amputé mis dedos por si acaso
el filo del acero te clavaba imaginariamente.
La Luna se abría como una azucena en pleno vuelo.
Volaba la azucena como yo volaba:
sobre los riscos que mi cabeza contemplaba
y que mis ojos ni por un instante vieron.
Quise salir corriendo en busca de mi vida,
en busca de mi tiempo,
en mi propia busca,
pero retuve mis pies a un lado de los tuyos.
El viento rizaba con su cálido poniente mi cabello.
Giraba Urano en su oscuro transitar.
La lentísima trayectoria que Neptuno describía
alrededor del Sol compensaba mi enojo.
La noche ya no tenía más sombra que la suya misma
y la formada por el fastidioso reprimirme
y por un café tan negro como amargo.
Machaqué los piñones que habíamos partido
hombro con hombro, codo con codo, en equipo,
como si mi impulso naciera de la pasión
y el ánimo encendidos por el contento
que pretendías para mi corazón…
El espejo de tus gafas reflejaban mi sonrisa
y el llanto que tras ella se escondía:
bendito velo me concedió la vida.
Mi cuerpo ya se salía del asiento.
Pero mis poemas continuaban encerrados,
presos en el sepulcro que era mi corazón.
Los siete anillos de Saturno giraban y giraban.
Los minutos le iban concediendo al Sol
la posición que plácidamente demandaba.
En el Universo todo era conforme a sus leyes.
Si una lluvia de jazmines y de rosas perfumaba
el aire del jardín que habitábamos,
otra lluvia singular, cálida y vaporosa
hacía que mis esperanzas se ensancharan.
¡Mas cuánto esperé sin más placer
que el que me proporcionaba la ignorancia
de no saber en qué momento nos diríamos adiós!
El poso del café que habíamos tomado
aparecía cuarteado en el fondo de las tazas
de porcelana china.
La más roja y dorada flor (quizá una dalia),
el precioso ruiseñor sobre la rama,
el centelleante dragón con lengua de fuego
ondulando su cuerpo amenazante.
Comenzaban a recogerse las sombras
y a desplegarse los murmullos.
En honor a los dioses y a Kepler
seguían rodando los mundos:
la Tierra no se había detenido ni por un instante.
Yo sólo pensaba en el rosicler de la mañana,
pues ya daba la noche por perdida.
No hay más error para el Universo
y sus moradores que el tiempo malgastado.
Milagro:
el límite más lejano de mi mirada eras tú,
tú entre las mesas cubiertas de lino,
tú entre los amantes que besaban sus labios
y cantaban su embriaguez sin recato.
Mirar alrededor era una provocación para los sentidos.
Fácil fue entender por qué de pronto ya no estabas.
No estabas porque el revirar del aire
te había llevado hasta el fondo del jardín,
donde los demonios te esperaban.
«Milagro. Milagro», entonaba el coro
que acompañaban mis versos y tu ida.
Sentí pena por aquella situación inesperada.
En mi conciencia brillaban algunas luciérnagas.
También Venus brillaba.
El único lugar en el mundo era yo misma.
Yo misma era mi casa.
Yo era el Universo.
Desenvainé mi espada y clavé su punta en mi alma.
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