¿Qué luz en mí encendiste, amada Musa,
cuando la fiera munda (medio mundo
me persigue y el otro medio me provoca)
vino con ciego deseo a reventar mis sueños?
Recuerda que yo quise con mi aliento
empujar la favila en mi hoguera,
los livianos pétalos de una amapola,
la niebla que enreda nuestras almas.
Recuerda que también yo fui arrastrada
como una gota de lluvia en la tormenta,
como la hoja que quiebra en el otoño,
como la brizna de hierba en nuestro huerto.
Aquí me tienes ahora, vaciada al Universo,
envuelta por los dulces brazos de Morfeo.
Pero despierto cuando vienes
ataviada de azul y oro a buscarme.
Y me buscas en la confusión del sueño.
Y yo me busco, me busco, me busco,
pues tus prendas son las mías,
tu conciencia es mi propia conciencia,
tu sentimiento es solamente el mío,
tu soledad es mi soledad.
Corres el pestillo.
Abres mi puerta tantas veces como quieres,
tú, portando tus enseres más queridos.
Y entras despacio, de puntillas, sigilosa.
O llegas con el vértigo del vendaval:
yo me sujeto con la fuerza del roble,
hasta que me derribas.
Rendida estoy a tus pies, que son los míos.
Recuerda que yo empujo con mi aliento
la espuma del mar,
la nube que Zeus colocó en el claro de tu cielo,
la tornasolada pluma del colibrí,
el cendal sobre mi pecho,
la lágrima que en mi rostro hierve.
Polvo de nieve empujo con mi aliento.
Y empujo el humo del pábilo encendido:
fantasmas que revolotean a mi antojo.
Sabes que nunca descansaré mi cuerpo,
pues a las mañanas de encarnadas llamas
he de enfrentarme con tan sólo tres palabras:
Aún tengo tiempo.
La juventud del alma es mi compañera.
Oh, amada Musa, dame una única palabra
y yo la convertiré en un poema.
Será tuyo.
Será solamente mío.