¡Qué hago yo dejada de tu mano
si cuanto sé no puede compararse
ni a lo más nimio de tu sabiduría!
Sujétame antes de que por el cantil
de mis propias emociones me despeñe.
Compartiré contigo el ardiente «auror»
o la mansa «céfira» de la tarde:
mejor alterar palabras que verdades.
Todo lo que conozco está escondido
debajo de mi alma (la huesa más profunda),
oculto a tu ojo divino, oculto, oculto,
bendecido por mi propio perverso ser.
¡Oh!, sé tú quien me bendiga…
Sé tú quien deshaga el hielo,
quien apague el fuego.
Has elegido para mí el más puro pensamiento,
pero no soy capaz de comprenderlo.
Sabes que mi naturaleza se ha erguido
sobre mí como una fiera rampante
y ruge en mi pecho y desea devorarme
con sus grandes y hambrientas fauces.
Quiere que calle mi boca para siempre.
Yo finjo, con cautela, darme sepultura.
Quizá la fiera calle entonces.
Pero cógeme.
Y cuando con una mano pueda
a mi propia mano asirme, suéltame.
¡Suéltame,
entonces confesará el alma toda su tristeza!