¡Por qué ha de espantarte la vida!
¡Por qué si tu corazón habría de saltar de contento
y salirse del pecho para mecerse en la rama del olivo
o perderse en el esplendor de la mañana!
Ay, pero han venido a morderlo con bocado mortal,
con los afilados dientes de una bestia enloquecida.
¿Qué sabes tú, mi inocente sabio amigo?
¿Qué sabes tú, ahora que ya lo sabes todo?
Alguien cree que eres un muñeco de trapo,
tú, mi ángel, mi muchacho roto, mi niño de polvo.
Alguien ha dejado de pensar en tu vida.
Toma mi pañuelo, pequeño gorrión, cógelo:
está lavado al sol y oreado con el aire de tu jardín.
Colócalo sobre las heridas de tu corazón.
En todos los niños pienso.
En ti que sufres un dolor cetrino.
En ti que me muestras tu perfil de blanca luz.
En ti que luces tu oscuro cabello ensortijado.
Para vosotros son mis versos.
¡Adónde llegarán tus pies si han agarrado tus tobillos
y vas a darte de bruces contra la dura piedra!
Hoy presientes tu propia muerte, niña amada, niña:
tú que no has empezado a vivir siquiera;
tú que llevas en tus manos un cántaro vacío,
vacío, tan sólo lleno de aire sin oxígeno;
tú que como el anciano ante su cierto y pronto final
lloras casi sin lágrimas,
angustiada bajo la tempestad y la penumbra.
Toma mi pañuelo, pequeño gorrión, cógelo:
tiene aroma de jazmines para aliviar el alma.
¡Pero qué pensarán las flores de tu pena!
¡Y qué harás mañana!
¡Qué harás cuando vayas a buscar tus cuentos,
cuando las nubes que mires sean de fuego,
cuando tu humilde cama esté deshecha!
A todas las niñas llevo en el corazón:
a la rubia de trenzas adornadas con un lazo,
a la más morena de ojos encendidos,
a la castaña de bronceadas mejillas.
Para vosotras son mis versos.