Déjame, Dios, descansar sobre mis versos,
pues me han condenado a caminar
a ocho patas las arañas
y no consigo conducirme con acierto.
Sé que no vendrás a socorrerme.
Sé que no vendrás.
Déjame, Dios, dormir en un blanco lecho
de lirios y azucenas.
Cerraré los párpados para no volver a abrirlos.
¿Que por qué este fúnebre pensamiento?
Porque así se me han hecho los sueños.
Suelo contentarme con mi propia perdición.
Y suplicando se fue a dormir la loca,
ya despellejado su corazón por las garras
de un felino imaginario:
la bestia que continuamente le gruñía
y le robaba algunos pensamientos.
Pero déjame, Dios, ver al zorzal sobre la rama,
escuchar su canto,
seguir su vuelo hasta mi casa,
descubrir el escondite umbrío que lo guarda.
Déjame sentir así que estoy viviendo.
Déjame sentir que estoy viviendo.
Aún he de despertar mil veces si tú quieres.
Y mil veces has de venir a socorrerme.
Y mil veces no vendrás.
Sé que no vendrás.
Un pequeño insecto sobre una pavesa
adquiere un poder inmenso,
tan inmenso que puede precipitarla hasta el suelo,
en donde la pavesa se deshará
y se convertirá en cenizas.
Pero antes de estrellarse
es muy probable que la pavesa se desintegre,
por lo que el poder del insecto sería aún mayor;
o quizá tan sólo muestre así su torpeza.
¿Podría derribar el insecto
las altas paredes que nos guardan?
No, pero a buen seguro escapará de ellas.
La pavesa, por su parte, estaría a merced del aire,
a merced del insecto.
Tan pequeño como el insecto es el pensamiento,
y tan quebradizo y frágil como la pavesa.
Déjame, Dios, descansar sobre mis versos,
pues me han condenado a caminar
a ocho patas las arañas
y no consigo conducirme con acierto.