Yo quería recitarte mis poemas.
Los llevaba escondidos bajo la blusa de lino.
Tú llevabas los tuyos guardados
en una bandolera de pana marrón muy gastada.
Éramos jóvenes como niños.
Éramos tanto el uno como el otro sólo flores
en aquel venturoso momento de la tarde.
Pero nuestros pétalos sólo estaban enhebrados.
Al subir los doscientos siete altos escalones
de la torre campanario de nuestra catedral,
cantábamos y reíamos sin remisión alguna.
Yo me iba apropiando de tus pisadas
en una mínima excursión a las alturas.
Total, cincuenta y un metros no son nada.
Una parada entre las transparencias
y las delgadas luces que el atardecer dejaba,
nos regalaba la infinitud del Universo.
El Universo era tan nuestro como el amor.
Cuando llegamos al mirador,
que daba a la ciudad entera,
que daba al mar y a las montañas,
que daba al mundo,
que daba al cielo,
abriste la bandolera de pana marrón muy gastada.
Tus poemas eran fórmulas matemáticas
y esquemas de cómo construir un aeroplano.
Yo había dejado mis versos en el pecho,
bajo la blusa de lino,
sujetados con el poder del pensamiento,
cogidos todos con un alfiler sin punta.
Allí quedaron cada uno de ellos sin decirse.
No necesitaba mirto ni rosas.
No requería de cítara ninguna.
Tú entendías de la vida a tu manera:
lo hacías con tu cabeza previsora y organizada.
Me hablabas de las propiedades de los números complejos
y de la fórmula de Euler.
Yo imaginaba, conjeturaba, recordaba,
daba vueltas sobre un eje que me hacía vulnerable.
Me arrimaba a la realidad de una existencia
que comenzaba a ensancharse.
Pero ambos seguíamos siendo niños.
Fuimos niños durante mucho tiempo.
Fuimos flores durante muchas primaveras.
Y fuimos los amantes del mirador.
No mentíamos, pero nos equivocábamos.
Sin que pasara ni un instante
desde que el tiempo vino a provocarnos,
la angosta escalera nos devolvía a las calles.
Ideé una tijera de oro para recortar un poema
y te dije que la luna era una paloma.
Tú me hablaste de física cuántica.
Íbamos cogidos de la mano.
Cantábamos con entonaciones distintas.
Éramos niños.
Éramos flores.
No volvimos a subir la escalera de caracol
de la torre campanario de nuestra catedral.